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Crónicas

Pies para qué los quiero

¿Las pantuflas fueron el ítem más usado de la pandemia? ¿Estamos en la curva cultural que cambiará el curso de la evolución de nuestros pies? Preguntas incontestables que impulsaron esta crónica, en tiempos de teletrabajo pospandémico.

Por Rocío Fernández Doval

–¿Por qué no trabajás free shop

Comíamos un guiso caliente, con muchísima calabaza, cuando recibí la sugerencia casual de parte de mi madre. Quiso decir home office, pasó por freelance y terminó en free shop: ese lugar impregnado de olor a perfumes dulces que te penetran el cerebro antes de tomarte un avión. Un lugar para comprar cosas caras –whisky, chocolates suizos, perfumes importados– porque, al menos en teoría, están libres de varios impuestos, es decir: más baratitas.   

Mi mamá se va a avergonzar si lee esta nota, pero yo la nombro porque en realidad lo que dijo, para mí, es genial y temible.

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Datos, no opinión: una cadena de “almacenes” británicos que se llama John Lewys reveló en 2021, a 12 meses de iniciada la pandemia, que las pantuflas habían aumentado las ventas en un 13% y las Crocs –función pantufla, pero de goma y con olor a pata– en un 58%.

Con ese puntapié, salí a recorrer algunas zapaterías céntricas de Paraná. No encontré un dato similar, pero me dediqué a observar detenidamente los tipos de pantuflas: las hay del lado femenino de la vidriera y también del masculino; las hay con los dedos descubiertos y cerradas completamente, incluso el talón. Las hay con un material sintético que imita ovejita en el interior. Con peluche, con brillos, con guardas pampas y textura de cuero de carpincho –la pantufla-empresario–, con forma de conejo para niñes y grandes, y de todo tipo de animal real y unicornio. También existe la pantubota, un concepto relativamente nuevo (¿será pandémico?), con el que la gente se aventuró a salir a la calle, más allá del kiosco, pero que sigue siendo esencialmente una pantufla –aunque la venda Hush Puppies.  

Lo que me sorprendió, al punto de encontrarme abriendo la boca, es que el calzado estilo Crocs conoció a la pantufla, se gustaron, se reprodujeron y, aunque parezca imposible, nació una criatura más fea que las Crocs.   

Según internet, pantufla viene del francés pantoufle. Al sufijo -oufle también lo podemos localizar en la palabra francesa manoufle, que significa guante; es decir, implica evidentemente *cosas que envuelven extremidades*. De todas maneras, no está del todo zanjado el origen de la palabra, y en Italia se dice pantofola, lo que escala a un nivel casi dios en la pantuflosidad del lenguaje. Pero alto ahí, creo que estamos de acuerdo: el propio Dios es pantufla. ¿No? 

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Claudio es un entrerriano en Buenos Aires y un aficionado a la cultura japonesa. Por su trabajo, ha viajado a Japón y conoce detalles sobre el uso de slippers, como se llama a las pantuflas por el inglés, o adaptado a la fonética del japonés: surippa (スリッパ). 

Antes de llegar a ese punto, hablamos de otro, que lo antecede lógicamente: la costumbre japonesa de descalzarse en los espacios interiores. “Tiene que ver con un elemento muy importante en las viviendas de Japón, que viene desde la antigüedad. Una suerte de estera en el suelo que se llama tatami (畳), me cuenta Claudio. 

“Los tatami tienen una historia de más de 600 años, son un tejido de juncos, es decir que son vegetales. Mantienen muy bien el calor en invierno y son bastante frescos en verano –considera–. Tienen una medida de 1.90 por 95 centímetros y están tan arraigados en la cultura japonesa que para expresar las dimensiones de una habitación se suele decir que es de ‘tres tatamis’, ‘cuatro tatamis’. Se los ve en viviendas de varios años pero ya no se utiliza en las edificaciones contemporáneas. Aún así, las dimensiones se siguen expresando en tatamis”.

¿Entonces? ¿La razón por la cual se descalzan? Práctica: el tatami no se pisa porque es un tejido vegetal que se arruina, además de ensuciarse. Y la costumbre quedó, como buena costumbre: “En las viviendas contemporáneas, aunque no utilicen tatamis, las personas se descalzan y usan pantuflas”. Punto.

De hecho, me cuenta Claudio, en la entrada de las viviendas hay un pequeño espacio que se llama Genkan (玄関) donde las personas dejan sus zapatos. En general, está en un desnivel, más abajo que el piso de la vivienda. Y, además, hay un mueble dispuesto para dejar los zapatos que se llama Getabako (下駄箱). “Geta es el calzado antiguo y bako viene de caja, pero en realidad es como si fuera una fusión entre un locker y una cómoda nuestra”, asegura. 

Y todavía hay más. La cultura japonesa tiene un doctorado en el uso de pantuflas: “Si bien actualmente se ve un poco menos, también se acostumbra a tener un par de pantuflas diferente en el baño, que suelen ser más parecidas a nuestras chancletas”. 

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Los zapatos con los que andamos en la calle están sucios, aunque no seamos japoneses ni tengamos un mueble para dejarlos al entrar a nuestras casas. Aunque los usemos igual, incluso en nuestras habitaciones y muy cerca de la cama. La pandemia introdujo el famoso trapo con lavandina, o la versión más paqueta de alfombra sanitizante a la entrada de los edificios. Nos hizo sacarnos los zapatos durante un tiempo, convenciéndonos de que el bicho estaba adherido peligrosamente a nuestras suelas, sin embargo, ¿cuántas personas guardan ese hábito en 2022?

Por medio de la negación, preferimos olvidar la verdad fáctica de la suciedad de los zapatos; como si, en realidad, estuviéramos negando algo más.

Las pantuflas, entonces, ¿son una forma de llegar a casa? ¿o, más bien, de no irnos, de no terminar de salir de la cama? 

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Según el Evangelio de San Juan, después de la última cena, Jesús le lavó los pies a los doce apóstoles. En su época, se usaban sandalias para caminar por las calles, y los pies estaban irremediablemente en contacto con el polvo y la tierra. Era costumbre, entonces, que al entrar a las casas se lavaran los pies y, en general, esa tarea correspondía hacerla a los esclavos. El acto de Jesús fue, simbólicamente, un acto de humildad porque los pies eran considerados más que sucios, impuros y el contacto con ellos, algo indigno. Humildad y humillación tienen la misma raíz etimológica, que es humus, tierra. 

Entonces, arriba y abajo: siempre terminamos ahí. Mientras arriba es el cielo, abajo es el infierno. Arriba la cabeza, abajo los pies. Nuestra historia cultural está marcada por el cristianismo y están a la vista casi todas las evidencias, no hace falta ni detenerse. Pero mientras escribo, pienso, ¿cuál es la herencia contemporánea de aquel relato fundante –quizás muy anterior incluso al cristianismo pues ya hablamos de Japón– sobre la impureza de los pies? 

“La facultad propiamente humana de dar sentido al mundo, de moverse en él comprendiéndolo y compartiéndolo con los otros, nació cuando el animal humano, hace millones de años, se puso en pie. (…) La especie humana comienza por los pies, nos dice Leroi-Gourhan (1982), aunque la mayoría de nuestros contemporáneos lo olvide y piense que el hombre desciende simplemente del automóvil”, escribió David Le Breton en Elogio del caminar.

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¿Por qué era que esta nota había empezado en free shop y terminó en el pie? Porque pasó por la pantufla y, en realidad, quería ser sobre home office, o teletrabajo, para decirlo en criollo. 

Miren cómo lo define en nuestro país el Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social: “El teletrabajo es una forma de trabajo a distancia, en la cual el trabajador desempeña su actividad sin la necesidad de presentarse físicamente en la empresa o lugar de trabajo específico. Esta modalidad trae beneficios tanto al empleador como al trabajador, y a la sociedad a largo plazo, cuidando el medio ambiente. Se realiza mediante la utilización de las tecnologías de la información y comunicación (TIC), y puede ser efectuado en el domicilio del trabajador o en otros lugares o establecimientos ajenos al domicilio del empleador”.

Según la Encuesta Nacional a Trabajadores sobre Condiciones de Empleo, Trabajo, Salud y Seguridad de 2018, el 17% de lxs asalariados realizaba parte de su trabajo en un lugar ajeno al domicilio de su empleo utilizando las TICs. ¿Cómo se modificó eso post marzo de 2020? Podemos encontrar estudios como éste, donde se analiza la evolución del trabajo remoto en Argentina desde la pandemia.

Además, en julio de 2020 se sancionó la Ley Nº 27.555 de Régimen Legal del Contrato de Teletrabajo, se reglamentó en enero siguiente y entró en vigencia en abril de 2021. Como ya nos enteramos o, de lo contrario, nos podemos imaginar, generó debates y críticas como ésta –un abogado laboralista diciendo en Infobae por qué no era necesario legislar en esta materia pero al mismo tiempo afirmando que, post pandemia, “uno de cada tres trabajadores trabajará en su domicilio”. 

También se analizó que la ley está en línea con las prácticas regulatorias y las recomendaciones internacionales, “en tanto incorpora discusiones sobre la voluntariedad para la implementación de la modalidad, el derecho a la desconexión y la compensación de gastos”.

Con todo, es una pena que la página del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social aún no esté actualizada y la ley no aparezca en el marco normativo para el teletrabajo. En consecuencia, obvio, las muchísimas formas de trabajo remoto no formales que abundan.

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Pero volvamos a la relación evidente entre pantufla y teletrabajo antes de que ésto se haga infinito. 

Los argumentos en contra de legislar sobre el trabajo remoto aluden a lo maravilloso de que alguien se quede en su casa a trabajar (“¿encima se van a quejar si pueden laburar en pantuflas?”). Claudio también me contó que, en Japón, es muy habitual que los jefes de alto rango estén de slippers en sus oficinas, reciban gente y tengan reuniones muy serias de esta manera. Y la verdad, sacando los sueños que alguna vez me agobiaron, donde si no estaba desnuda iba en pantuflas a la escuela sin darme cuenta, me parece mucho mejor plan estar en pantuflas en el trabajo que trabajando en un supuesto lugar de descanso. Pero como no importa lo que yo diga, la propia Organización Internacional del Trabajo dice ésto:

“Si bien el teletrabajo puede evitar o reducir algunos riesgos laborales tradicionales, tales como los accidentes de trayecto, a su vez puede significar el aumento significativo de las enfermedades mentales”. 

Y sigue: “Factores de riesgo psicosocial como las altas cargas y ritmos de trabajo, las largas jornadas laborales, la percepción de tener que estar disponible en todo momento y en todo lugar, la falta de desarrollo profesional, la excesiva fragmentación de las tareas, la escasa autonomía y control sobre las tareas, una pobre cultura organizativa y conductas de ciberacoso pueden, entre otros, afectar negativamente a la salud mental de los teletrabajadores, causando enfermedades profesionales como el agotamiento físico y mental (burnout), el estrés relacionado con el trabajo y la depresión”.

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Quizás la técnica empezó cuando el ser humano lanzó por primera vez una piedra, o cuando se hizo el primer fuego, claro. Aún así, el pie es la estructura anatómica más determinante en la historia evolutiva del ser humano, mucho más que la mano, porque lo primero fue pararse y empezar a caminar. Eso trajo la encefalización y tal.

Según la traumatología contemporánea, desde un punto de vista morfológico, el pie actual es muy semejante al de hace varios milenios. En su evolución intervinieron causas como el tipo de suelo por el que caminamos, los relieves, el calzado y por eso mismo, esta evolución continúa. Por ejemplo, es muy probable que los radios laterales cuarto y quinto (el cuarto dedo y el meñique) desaparezcan, o se atrofien. 

En Wall-E, esa película premonitoria escrita por Parravicini, los seres humanos son personas mal alimentadas, medio amorfas, que están todo el día frente a una pantalla, trabajan, consumen y viven en una simulación permanente, y lo que es más importante: levitan en sillones, sin apoyar nunca los pies sobre el suelo.

Pixar, digo Parravicini, no llegó a imaginarse que, para esa altura, los pies ya podrían haber “evolucionado” y los dibujaron iguales a nuestros pies actuales, con todos sus deditos, aunque inutilizados. No pudieron ver que, quizás, la impureza cultural intrínseca de los pies termine autodestruyéndolos, que por los pies empiece el borrón de nuestro cuerpo en vías de extinción o que –esta sería la mejor opción de todas– en un mañana, los pies se nos conviertan en pantuflas. 

Por favor –dios te lo pido–, que no sean como las Crocs.