En el centro de Paraná hay un vivero que resguarda una colección de casi media manzana de orquídeas y tillandsias, popularmente conocidas como claveles del aire. Ramón Ballatore, su dueño, es fanático de las epífitas y ésta es la historia de cómo llegó a cultivarlas. Una crónica de Rocío Fernández Doval con fotos de Paula Kindsvater.
“¿A usted nunca le pasó, mirando un insecto,
o una flor, o un árbol, que por un momento
se le cambiara la estructura de valores, o de jerarquías?
No sé cuándo habrá sido la primera vez
–quizá en la infancia–,
pero sé que me ha sucedido varias veces”.
Mario Levrero – La novela luminosa
Ya nos estamos yendo. Caminamos a la puerta del vivero, estirando la despedida. Los ojos no tienen descanso. Adonde se mire hay una forma de vida, ignota y espectacular, con las hojas volcadas a la luz, con una presencia total solapada en la acumulación. Entonces, cuando parece que no cabe más información, se ilumina el pequeño estanque, allá al fondo, montado en una batea que, en un pasado, pudo haber dado de beber a unas ovejas, o unos chanchos.
–Éstos son mis pececitos. Los tapo para que no pasen frío.
Unas plantitas acuáticas cubren la superficie del agua. Ramón hunde la mano y las mueve levemente, hasta que aparecen, como un chispazo, dos o tres figuras de un naranja intenso.
–¿Son carpas?
–Son híbridos, también –dice, riéndose, porque hasta recién estuvimos charlando de lo mismo, pero en la vida vegetal.
Son híbridos de carpa con otra especie –no retengo el nombre, ¿quizás goldfish?– y parecen cachorros de peces koi. Todo es un cuadro bastante alucinante para ser las 11 de un miércoles promedio.
–Vos, en otra vida, debés haber sido japonés, Ramón –le digo y sufro, instantáneamente, por la banalidad del comentario. Me río para que no me tome en serio y, de todas maneras, siento estar en una película de Miyazaki. Me estoy convirtiendo ahora mismo en una niña gritona y azorada con la belleza, que quiere ser amiga de todos los seres vivientes.
Ramón asiente y, después de unos segundos de mirar el agua en silencio, me retruca, pícaro:
–Yo casi no miro fútbol. Por ahí, alguna vez, engancho fútbol inglés. Y he pensado que, tranquilamente, podría haber nacido en Inglaterra, un siglo antes.
Entonces, quizás, en Inglaterra, un siglo y pico antes de su nacimiento, Ramón –además de millonario– fue William Swainson, el naturalista que desató en Europa la fiebre de las orquídeas.
*
El vivero Irupé está en calle Carbó, entre Monte Caseros y 9 de julio, en el centro de Paraná, desde hace 30 años. Conserva la fachada antigua, gemela a la casa de al lado, de principios del XX como mucho. Un zaguán en la entrada, rejas originales en la ventana, escalones de mármol, columnas ornamentales. El cartel, dispuesto sobre la ventana, evita tapar un 43 que debe haber sido la primera numeración de la casa. Es un cartel pintado a mano y anuncia con sobriedad lo que encontraremos adentro: plantas. Si no fuera por el 4 que antecede al número de teléfono –un prefijo que comenzó a usarse a fines de los 90–, juraría que es el mismo cartel de siempre. El que pusieron cuando inauguraron Irupé, el 4 de abril de 1992.
Carbó es una calle transitada que descomprime el centro de la ciudad hasta desembocar en la Avenida Ramírez, perpendicular; o fundirse más adelante con Almafuerte –ya convertida en Dean J. Álvarez. Sin embargo, al cruzar el umbral, al ir adentrándome al corazón de la manzana, la calle será un ruido que desaparece.
El sector administrativo, donde supongo la caja, los papeles, una agenda de proveedores, es la única parte del vivero que permanece bajo techo. Me asomo a través del vidrio, con las manos de visera para acomodar la vista: nadie. Hay un mostrador viejito y unas bolsas de tierra, algunos carteles pegados a la pared. La puerta está cerrada y pienso que, quien sea que atienda, debe haber salido a hacer una compra rápida. Entonces decido pasar la segunda puerta, abierta de par en par a las plantas del lugar. Todavía no sé que el terreno sigue y sigue para atrás, y me contento chusmeando por encima, cautelosa, las primeras habitaciones.
Pasan unos minutos y nada. Hay un banquito de madera, al lado de un aljibe, y ahí voy a sentarme entre el verde abundante y la luz del sol, tamizada por una media sombra, dispuesta a esperar con total quietud todo el tiempo que sea necesario. Mientras tanto, pienso que es un buen lugar para recetarle a la gente con ansiedad. Sobre mi cabeza se erige un helecho enorme; una medusa que, en vez de pelo, tiene astas de ciervo.
Por algún extraño motivo, Ramón adivinará mi presencia unos minutos después y yo, todavía sentada, lo veré acercarse desde el fondo, encandilado con el sol de frente, sin deseo de moverme.
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Cuando Ramón Ballatore tenía 13 años, vio un libro de un vecino. En realidad, vio las fotocopias de un libro. El vecino era un suboficial del Ejército y las fotocopias se las habían traído de Australia. Con esos escasos y valiosos papeles fotocopiados se embarcó en su primer amor: el cultivo de bonsái.
–Me gustó tanto que empecé a recolectar semillas de árboles del parque, del campo. Y empecé a plantar. Fui puliendo las variedades. Con el paso del tiempo, me aboqué a un solo árbol, que es el ficus.
De ese modo, a los 13 y en soledad, cuando ningún otro preadolescente de su círculo hablaba de eso, Ramón se fascinó con una tradición que nació en China hace dos mil años, entre unos monjes taoístas y que, hace 800, llegó a Japón donde tomó su nombre actual.
–Me gusta el ficus por el tronco que forma, las raíces adventicias que larga. Cuando la planta llega a tener adultez, las raíces empiezan a bajar, como las del gomero.
El ficus es exótico, pero Ramón ha logrado reproducciones de ejemplares paranaenses, por ejemplo, de los dos ficus gigantes que están emplazados en la puerta del Maran. Me cuenta que son árboles protegidos que, sin embargo, cuando estaban construyendo el hotel, podaron bastante. Entonces, aprovechó a juntar gajitos de esas podas.
–Tampoco soy un experto, yo no alambro, dejo que las plantas crezcan tranqui –advierte–. Por ahí, sí, le pongo algún peso en alguna rama, para que crezca más horizontal con respecto al eje.
–¿Tiene algo de arte escultural?
–Yo creo que es una expresión de cada uno. Hay estilos, qué sé yo. Los japoneses, por ejemplo, tienen una cantidad de estilos. Ya no me acuerdo los nombres…
Entonces, espera un ratito y tira el remate:
–Me encantan las plantas, siempre me gustaron, y ésa, para mí, fue la puerta.
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Varios años después de su primer bonsái, a fines de los 80, Ramón Ballatore viajaba a Corrientes a repartir los quesos que producía la pequeña empresa de su padre. La venta andaba bien y los quesos, al pisar suelo correntino, enseguida se convertían en chipá. Pero la situación económica empezaba a apremiar en el país y Ramón pensó que los viajes de regreso, con la chata vacía, debían ser útiles para algo. El dueño de un supermercado le hizo un contacto: un japonés de apellido Mori.
–El nombre nunca lo supe, sí el de los hijos: Sadanori y Mako. Es difícil calcularle la edad a los asiáticos, pero debe haber rondado los ochenta y pico, noventa años, y no hablaba una sola palabra en español. Ese japonés fue el que me metió en las orquídeas.
San Cosme, la cuna del mismísimo Tránsito Cocomarola, es el pueblo donde abrevaron algunas familias japonesas en la década del 60. Tal como en Escobar, y seguramente ayudados por el clima correntino, se desarrollaron en la floricultura.
–Tenía muy poco dinero cuando llegué al vivero. Era como una estancia, inmenso. Y estaba abrumado porque no sabía ni qué llevar. Al segundo viaje, los hijos me cargaron la camioneta entera y me dijeron: andá a trabajar y después nos traés la plata. Eso fue por el año 87.
Así empezó.
Sin mediar palabra y con el poder absoluto de la comunicación gestual, el japonés le transmitió a Ramón un mundo de flores. Cuatro años después, llegaría el vivero y la producción de orquídeas y bromelias.
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Hay varias versiones de la historia de la orquideomanía. Una es que corría el año 1818 y que el naturalista e ilustrador William Swainson estudiaba en Brasil especies tropicales, cuando tuvo la suerte de encontrarse –el lenguaje colonizador diría descubrir– a la Cattleya labiata, desconocida hasta entonces en Europa. Enseguida la mandó a Londres, a su amigo tocayo William Cattley, un comerciante que, muy seguramente ya fuera o se convertiría, entonces, en un orquideófilo aficionado. De ahí el nombre de esta orquídea que –por encargo del mismo Cattley– el botánico John Lindley describirá por primera vez en 1821.
Otra versión es que la fiebre empezó antes, en 1731, cuando floreció la primera orquídea tropical, Bletia verecunda, en la colección del almirante inglés Charles Wager. Inchequeable. Como sea, las orquídeas pasarían a ser el nuevo oro, símbolo de distinción y estatus en la aristocracia, objeto de deseo y seducción, motivo para seguir saqueando las tierras exóticas.
La familia Orchidaceae es gigante: comprende alrededor de 880 géneros, con 27.800 especies –y aún hay muchas regiones sin relevar fitogeográficamente–. La mayor diversidad está concentrada en las zonas tropicales y subtropicales y pueden crecer como epífitas, terrestres, lacustres, rupícolas, humícolas y subterráneas. Es decir, podemos encontrar orquídeas en la arena, en los pantanos, sobre la hojarasca, sobre árboles y rocas, y hasta abajo de la tierra.
Siempre que observemos su flor no quedará duda de que es una orquídea: tiene una columna, dos ciclos florales de tres piezas cada uno (tres pétalos y tres sépalos) y, como característica distintiva, la presencia de uno de los pétalos modificados en un labelo, con tamaño, forma y color diferente, que funciona maravillosamente como plataforma de aterrizaje de insectos.
En Argentina, esta familia comprende 91 géneros y unas 280 especies nativas, distribuidas en todo el país, desde Tierra del Fuego hasta Misiones y Jujuy, aunque la mayor concentración está en la selva paranaense y de las yungas, donde está el 50% de las especies. Algunas se consideran amenazadas y con riesgo de conservación.
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–A mí las plantas que más me gustan son las epífitas –confiesa Ramón, de entrada, como si fuera su carta de presentación.
Las epífitas son plantas con un nivel de conexión sutil e invisible con el resto de los organismos, que las hace bastante especiales. Además de varias especies de orquídeas, son epífitas, por ejemplo, las tillandsias, más conocidas como claveles del aire y popularmente malinterpretadas como parásitas.
–Las plantas epífitas son las plantas que usan a otras plantas, o a distintas superficies, como sustento, para fijar sus raíces, para crecer, no como alimento. En cuanto al clavel del aire –cuyo nombre correcto es tillandsia y pertenece a la familia de las bromelias–, ella tiene un modo de alimentación a través de sus tricomas, que son unos pelitos que se pueden ver en algunas, de color grisáceo, sobre las hojas. Si no fueran epífitas no estarían en un alambre, en un pedazo de tronco seco, en un tendido eléctrico. Se alimentan sintetizando todo lo que hay en el aire.
Ramón tiene una colección enorme de tillandsias, que disfruta de reproducir e ir colgando en los distintos invernaderos. No están a la venta.
–En el caso de las orquídeas, se sujetan pero también se alimentan por raíces, no del árbol o del huésped donde estén, sino de los detritos que quedan atrapados cuando van cayendo por las lluvias, los vientos. Van quedando ahí, se descomponen y esa materia orgánica las alimenta.
El terreno del vivero tiene, de seguro, media manzana. Cada invernadero da paso a otro, y otro más, con plantas en diferentes estados de crecimiento, colgadas, en almácigos, en rincones recónditos. Algunas ya están florecidas, como una llamita en la intemperie invernal. Pero la época para venir a verlas es octubre, noviembre, cuando la primavera ya se acarameló en el cono sur. Todos los espacios están construidos por el mismo Ramón, muchos hace tiempo junto a su hermano, José, a quien le decían Pololo y era diez años mayor. Trabajaron juntos desde el principio. Buscaron juntos este lugar.
–Curiosamente, después de que falleció mi papá, salió una publicación en clasificados. Decía: lugar en calle Carbó apto para vivero. Ese mismo domingo salimos a dar vueltas con mi hermano y no encontrábamos cartel, no encontrábamos nada, estábamos desesperados porque llegara el lunes. Y el lunes hablamos por teléfono y alquilamos enseguida.
Respecto del nombre, Ramón dice que buscaron uno que los identificara, “y dado que todo surgió en Corrientes, la lengua guaraní fue una inspiración”.
–¿Y cómo te llevás con el río? –le pregunto.
–A mi hermano le gustaba mucho ir a pescar, y yo lo acompañaba. Pero no soy fanático… A pesar de ser de piscis, no soy fanático del agua –advierte risueño. Y yo estoy a punto, me muero de ganas, pero no le pregunto qué más sabe de astrología.
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La botánica fue, al menos hasta el siglo XIX, una disciplina casi completamente descriptiva y taxonómica: las plantas se identificaban, se clasificaban y se nombraban, pero no se investigaban. Oliver Sacks dice que, por ese motivo, Darwin no se identificaba como botánico. Para muchos victorianos de su época, las plantas eran una distracción, no una pregunta. Y, si bien Linneo había demostrado que las flores tienen órganos sexuales, la creencia casi universal seguía siendo, hasta ese momento, que las flores se fertilizaban a sí mismas.
De regreso de su expedición por el Beagle, Darwin empezó a trabajar para poner en entredicho la idea de la autofertilización. Si las plantas no se relacionaran con otras plantas, ¿acaso no existiría más que una sola planta en el mundo, que se reproduciría a sí misma, en lugar de la extraordinaria variedad de especies que existían? Darwin se fanatizó, entonces, con las orquídeas. Las estudió como nadie había estudiado a las flores y, en 1862, mandó a imprenta Sobre las variadas estrategias por las cuales las orquídeas británicas y foráneas son fertilizadas por insectos.
A través de sus estudios, mostró que los diseños, colores, formas, néctares, aromas y delicados mecanismos que aseguran que los insectos se lleven el polen antes de abandonar la flor, son todas artimañas. Y el placer estético que nos despierta el color y el olor de una flor, esconde, como dice Sacks, “un drama esencial de la vida, lleno de profundidad y significado biológicos”.
Es el resultado de diminutos cambios incrementales, a lo largo de cientos de millones de años, que se interrelaciona con los sentidos del insecto que la poliniza: a las abejas las atraen las flores azules y amarillas, mientras que son ciegas al color rojo. Las mariposas, que ven bien el rojo, fertilizan las flores rojas, pero no le dan bola a las azules y las violetas. Las flores polinizadas por las polillas nocturnas suelen carecer de color, pero exudan un perfume increíble por la noche. Y, por favor, ésto es genial: las flores polinizadas por las moscas, pueden llegar a imitar olores de carne podrida. Son, generalmente, de colores oscuros u opacos.
Dice Oliver Sacks en El río de la conciencia:
“La existencia de las abejas y las mariposas, las flores con colores y aromas, no era algo que estuviera predestinado, esperando entre bambalinas, y podría no haber surgido nunca. Se desarrollaron al mismo tiempo, en fases infinitesimales, a lo largo de millones de años. La posibilidad de un mundo sin abejas ni mariposas, sin aroma ni color, me dejó sobrecogido. La idea de inmensos eones de tiempo –y la capacidad de cambios ínfimos e indirectos que mediante acumulación podían generar nuevos mundos, mundos de enorme riqueza y variedad– resultaba fascinante”.
No hablamos de Darwin ni de la selección natural, pero Ramón dice algo sobre la superioridad de las plantas, algo como: “Para mí, son las únicas que siguen evolucionando”. Mientras tanto, pienso en ésto que escribió Emanuele Coccia en La vida de las plantas: “La botánica (…) debería encontrar un tono hesiódico y describir todas las formas de vida capaces de fotosíntesis como divinidades inhumanas y materiales, titanes domésticos que no tienen necesidad de violencia para fundar nuevos mundos”.
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Cuántas orquídeas y tillandsias hay en el vivero, en este momento, no lo sabe. Nunca lo supo, no lleva cuentas. Ramón reproduce, separa los keikis –como se llama a los hijuelos– de la planta madre, hace híbridos, observa las diferencias filiales; le hubiera gustado tener un laboratorio para trabajar con semillas, pero no le interesa registrar ni obtener patentes de la International Orchid Register.
Hay un código orquideófilo, al menos en lo que se deduce de hablar con Ramón: preservar a las especies puras de la venta y no tocar las nativas por nada del mundo.
–Hace unos cuantos años, con un grupo de amigos, nos juntábamos acá en el vivero y en otros lugares para conversar de orquídeas. Y surgió el tema de las orquídeas nativas y la depredación. Ya sea por depredación ambiental, que agarran un monte y te lo liquidan, como por el hecho de que las sacan para vender. Ahí surgió la idea de producir orquídeas y reinsertarlas al medio.
De esas reuniones nacieron, entre otras cosas, la Agrupación Paranaense de Orquideófilos (APAO) y dos proyectos de investigación en la Facultad de Agronomía (UNER), dirigidos por el ingeniero Víctor Lallana, que confluyeron en el libro Semillas de orquídeas (de la región litoral) publicado por EDUNER.
–De Entre Ríos te puedo hablar de la Oncidium bifolium, que se suele llamar bailarina, o patito. No era muy difícil encontrarla y ahora sólo te queda la costa del Uruguay para verla en forma nativa. Después, una que está acá en el árbol –cuando vinimos a la casa ya estaba–, que se llama Brassavola tuberculata, también era nativa nuestra y hoy no encontrás una ni buscándola con lupa.
De la Oncidium bifolium, por ejemplo, habló Paul Günter Lorentz, autor de la primera obra de botánica escrita en el país. En La vegetación del nordeste de la provincia de Entre Ríos, Lorentz hizo un relevamiento de la flora entrerriana en el siglo XIX, que hoy es un documento valiosísimo.
De modo que cuando Darwin mostró que todas las cosas vivas descienden de un ancestro común –ahora sabemos que las plantas y los animales compartimos el 70% del ADN– también mostró que la evolución nunca se detiene, nunca se repite y nunca va hacia atrás. “La extinción es irrevocable: si una rama se corta, ese camino evolutivo concreto se pierde para siempre”, dice Oliver Sacks.
Ramón dice que hay plantas que aún no ha visto florecer, “y algún día florecerán, quizás las verá otro”. Ésto también me hace poner la piel de gallina y me deja sobrecogida. Ésto también es un drama esencial de la vida: que las flores se sigan cultivando, que haya otro.
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–Cuando te ponés a trabajar con esto, no podés tener noción de tiempo. Es como criar un hijo: vos no podés querer que nazca y a los dos días tenga 15 años. Es paso a paso y exige cuidado: hay plantas que son muy sensibles cuando germinan, otras que cuando empiezan el desarrollo se ponen más complicadas. Pero ya te digo, si te gustan las plantas no podés estar adelantando los tiempos. Hay que diferenciar un vivero de una venta de plantas. Ésto es pasional. Hay una conexión, siempre supe que uno tiene una conexión con algo.
Ramón viene al vivero los 365 días del año, básicamente, porque la vida no se detiene. El riego es artesanal y el verano es exigente. En el invierno, sí, algún domingo descansa. No usa pesticidas hace 15 años y se aferra, con dedicación, a la canela para los hongos, a la tierra de diatomeas para ahuyentar las hormigas. Alquila y la venta está difícil. Al cabo de una hora y media sólo entró una señora, Graciela, que andaba cerca y pasó a saludar. Pero Ramón diferencia: hay cosas que no se pueden manejar y hay cosas que sí. Y está dispuesto a seguir haciendo lo que hace, que es lo que puede.
–Es un trabajazo, Ramón –le digo, un poco abrumada, porque evidentemente desconozco –aún desconozco– lo que significa cuidar algo.
–Hermoso. Lo volvería a hacer. Si vuelvo a nacer, volvería acá.
Entonces, quizás, Ramón no fue japonés, ni inglés, ni paranaense en otra vida. O sí. Lo que sabemos, por ahora, es que fue, como yo, parte de la misma cosa viva.