Octavio Gallo conversa con su padre sobre un miedo atávico y una terapia a la que recurrió, en un consultorio común y corriente de Santa Fe, después de muchos años de padecerlo: la cromopsicoterapia. Sesiones de hipnosis, recuerdos y la presencia inadvertida de los colores, en una crónica íntima sobre la muerte.
Con fotos de Priscila Pereyra
Durante casi toda su vida, mi viejo le tuvo miedo a los cementerios, a los coches fúnebres y a todo lo que tuviera que ver con la muerte. No me refiero al miedo normal que tiene cualquiera cada vez que piensa en la idea de morirse; tampoco al miedo de imaginarse encerrado en un cementerio a la madrugada. Hablo de un rechazo más instintivo. Si podía esquivar un cementerio, lo esquivaba; si se cruzaba un coche fúnebre, doblaba.
“Tenía temor, no precisamente a los muertos, sino a los ataúdes, a la madera lustrada y brillosa, a las cosas de peltre similares a las manijas, las cruces o las patas de los cajones”, me explica mientras tomamos un mate. El miedo también funcionaba por contigüidad: por ejemplo, no podía pisar baldosas sobre las cuales se hubiera apoyado un cajón. Además, tenía una gran cantidad de sueños relacionados con la temática. El que más recuerda es este: era de noche e iba [1] manejando por una calle a los costados de la cual, en lugar de haber casas, había lápidas, y arriba también, lápidas en lugar de cielo.
Pasaron 40 años hasta que reconoció que tenía un problema y que debía enfrentarlo. Un día viajaba hacia Rafaela por la Ruta Provincial 70 y vio adelante suyo una camioneta de las que trasladan cajones: “Tenía un vitral verde y amarillo horrendo con una cruz en el medio. No sé si llevaba un cajón o no, pero en todo caso era lo mismo, porque obviamente había habido cajones ahí. Y como estaba en la zona de puentes, sobre el río Salado, no lo podía pasar. Tuve que comerme como 10 kilómetros atrás suyo”. Cuando finalmente pudo sobrepasarla, pisó el acelerador con todas sus fuerzas. Unos instantes después, todavía agitado, miró el velocímetro: estaba yendo a 170 kilómetros por hora. “Ahí recién reaccioné: me di cuenta de que estaba huyendo”, recuerda.
Daniel Asís es especialista en anestesiología y en tratamiento del dolor con técnicas no convencionales. Actualmente vive en Córdoba, su ciudad natal, y ya está jubilado, pero desarrolló gran parte de su carrera en Santa Fe. “Es un tipo muy gracioso, bien cordobés”, lo definió mi viejo cuando me pasó su contacto. En un tono afable y pedagógico, Asís me explica que existe una técnica llamada “Desensibilización y reprocesamiento por movimientos oculares” que consiste en borrar una determinada imagen traumática de la memoria del paciente a través de una serie de movimientos en los ojos. También me habla de la auriculoterapia, disciplina que postula que los recuerdos traumáticos se alojan en una zona de la oreja pasible de ser alterada eléctricamente.
“Yo siempre fui ambicioso y curioso”, me dice. “No se trataba de que el paciente me diga ‘estoy un poco mejor’ o ‘me disminuyó un poco el dolor de rodilla, sino de que me diga ‘me cambió la vida’”. A partir de esta premisa, y utilizando elementos de las técnicas que ya conocía, Asís ideó la cromopsicoterapia, cuyo principal fundamento es la conjunción entre dos cosas que parecen no tener mucho que ver: la oreja y el color. Al pedirle a un paciente que recordara la imagen más terrible de todas, el dolor en el lóbulo aumentaba. “Entonces proyectás un color sobre esa zona, le pedís al paciente que se concentre por unos minutos y el trauma se borra”, afirma Asís, que explica que cuando uno bloquea un trauma, sale por otro lado, convertido en dolor, en rechazo o en miedo.
Hablar de la muerte es complicado. No debe haber ninguna palabra más difícil de pronunciar, ningún pensamiento que desviemos de forma tan automática cada vez que nos asalta. Ninguna palabra tiene tanta fuerza como la palabra muerte. Los eufemismos no hacen más que acentuar su poder espectral. Nadie dice “es la primera vez que hago tal cosa desde que mamá se murió”; preferimos decir “desde que pasó lo de mamá”, o el más formal “desde que mamá falleció”. La otra cara de nuestro miedo a la muerte es la sobreactuación de nuestra falta de miedo: no importa, si total nos vamos a morir, todos vamos a morir, vos, yo, nos vamos a morir, repetimos todo el tiempo. Decir “morir” en infinitivo es mucho más fácil que decir “muerte”, y muchísimo más fácil que decir “murió”, porque el infinitivo es, justamente, el verbo muerto, el que está en el diccionario, el verbo solo, sin sujeto, sin nadie que lo haga mover, que lo traiga a la luz, que lo vuelva real.
Hablar de la muerte es muy complicado. Por eso muchas veces la única forma de hacerlo es simular que estamos hablando de otra cosa.
En 2003, el Río Salado inundó el cordón oeste de la ciudad de Santa Fe y provocó más de 130 mil evacuadxs y 158 muertxs; un buen número de estxs últimxs fallecieron semanas o meses después, producto de las secuelas devastadoras que dejó el agua. En ese contexto, Daniel Asís comenzó a recibir una gran cantidad de pacientes que habían sufrido la inundación y hoy llegaban a su consultorio con dolores crónicos que, en muchos casos, diagnosticó como trastornos por estrés postraumático. En un libro que explica los pormenores de la cromopsicoterapia, Asís expone su experiencia con las víctimas de la inundación: “Aplicando el color amarillo de un lápiz de fibra en los puntos dolorosos del lóbulo de la oreja, los resultados fueron por lo menos interesantes, por no decir sorprendentes, ya que redujeron el nivel de angustia y los síntomas físicos que acompañaban el cuadro al cabo de un minuto”. Además, añade que el seguimiento de cada caso se extendió durante meses y “en más del 80 % de los casos tratados les es casi imposible recordar la imagen traumática”.
“Una manera que tiene el ser humano de defenderse es bloquear el recuerdo, pero no es lo mismo recordar que revivir”, me cuenta. “Cuando vivís una situación traumática y la recordás, sentís la emoción y las sensaciones físicas que sentiste en aquel momento. Por ejemplo, en el caso de tu viejo encontramos una imagen traumática que hacía que le costara todo lo que tenía relacionado con la muerte. Borrándole esa imagen de la infancia se curó. Tu papá se ponía mal porque revivía sin saber esa emoción, esas sensaciones. Y él no era consciente de eso. Cuando pudo ir al recuerdo pudo enfrentar la situación”.
Para mi papá, la secuencia que vivió en la ruta fue la gota que rebalsó el vaso. Se dio cuenta de que tenía un problema que era más grave de lo que pensaba y que debía enfrentarlo, y empezó a averiguar cómo abordarlo. “Me hablaron de un médico del dolor, que si bien se especializaba en dolor físico, su técnica podía tener algún efecto”, me cuenta. “Me dijeron que había trabajado, por ejemplo, con una mujer que había sufrido el suicidio de su marido. El tipo se había matado en su casa, en la cocina, y ella tenía que seguir viviendo ahí”, agrega.
Una suerte de hipnosis
Asís atendía en Hipólito Irigoyen y San Jerónimo, en pleno centro, en un consultorio como cualquier otro: paredes grises, una mesa con una secretaria, una reproducción medio genérica de un cuadro antiguo colgada en la pared. En la sala había una silla y una camilla. Al principio, cuando las sesiones se parecían más a una terapia tradicional, mi viejo charlaba con Asís sentado en la silla, y le detallaba todas las características de su trauma: qué sentía, cuándo lo sentía, desde cuándo le sucedía esto, qué recuerdos tenía, cuál había sido su relación con la parafernalia mortuoria a lo largo de su vida.
En un momento dado, Asís le pidió que pasara a la camilla y le alcanzó unos auriculares. Allí empezaron a pasar otras cosas. “Me hacía escuchar unos sonidos raros, con distintas frecuencias, o zumbidos que duraban 15 o 20 minutos y se combinaban con luces”, me cuenta mi viejo. A la par de la estimulación sonora estaba la visual, a través de unos anteojos que iban variando el color de los lentes. “Todo esto provocaba una suerte de hipnosis, de trance, que me permitió revivir visualmente cosas que estaban enterradas en mi memoria, con un grado de detalle terrible”, recuerda. En todo momento, mientras la luz y el sonido hacían su magia, Asís estaba a su lado, hablándole suavemente, preguntando qué cosas iba sintiendo.
El tratamiento duró unas ocho sesiones. Para comprobar que estuviera curado, la última sesión consistió en una visita a Sentir, la sala de velatorios local. Asís entró, miró de reojo en el cartel de la puerta a quiénes despedirían esa jornada y anunció que querían visitar a uno de ellos: Marcos Vázquez, supongamos que se llamaba. “Ah, sí, Vázquez, todavía lo están preparando”, le respondieron. “Bueno, vamos a esperar allá”, contestó Asís, y se dirigieron a la sala. “Ya estaban puestos los dos pedestales de peltre y la cruz atrás”, relata mi viejo. “‘¿Querés que te acompañe?’, me dijo él. ‘No, dejame solo’, le dije, y entré. Pisé esas baldosas, que era algo que yo antes no podía hacer, me paré en el medio de las dos patas de peltre y me quedé unos diez minutos. Cuando salí, me sentía bien. Ahí el tipo me dio por curado”.
En su libro, Asís destaca la importancia de que el terapeuta mantenga “una mente abierta, un cuestionamiento escéptico, pero sin prejuicios de rechazo automático a aquello que parece inexplicable o esotérico y un desprendimiento de las estructuras rígidas imbricadas por años en nuestras mentes”, actitud que mi viejo, alguien que jamás había vivido una experiencia tan en los márgenes de la racionalidad, debió practicar desde el primer día. “Fue un tratamiento totalmente salido de las reglas, tenía aspectos que no tenían nada que ver con un tratamiento psicológico o psiquiátrico”, resalta, y agrega: “Incluso me contó también de algunos pacientes en los que encontraba traumas que no provenían de la persona misma, sino de su padre o abuelo”.
La materia del recuerdo
En Aftersun (alerta spoiler: si no la viste, salteate este párrafo), la devastadora ópera prima de Charlotte Wells, Sophie recuerda los detalles de unas vacaciones en Turquía junto a su padre, Calum. En ese momento tenía once años, y ahora, mirando los videos que su padre filmó durante todo el viaje con su camarita, vuelve a esas vacaciones y percibe detalles que nunca antes había podido ver. Nosotros la acompañamos en ese viaje en el tiempo y, cuando vemos la película por segunda vez, sentimos algo parecido a lo que siente ella, sabiendo eso que antes, al igual que la pequeña Sophie, no sabíamos. Aftersun es hermosa y habla de un montón de cosas, pero creo que, sobre todo, habla de la memoria. Un análisis que leí en Internet decía que la enigmática fiesta de luces en la que baila Calum es la memoria de Sophie; al final, cuando su padre deja de filmar y se va del aeropuerto para entrar en la pista de baile, está entrando en su memoria, convertido en recuerdo, condenado a bailar para siempre con la misma ropa que llevaba puesta la última vez que vio a su hija. Luego del último baile con Sophie, llega la danza eterna del recuerdo, que es, en realidad, del olvido, porque uno no puede recordar sin antes haber olvidado. Por eso anotamos las cosas, para poder olvidarlas tranquilos. Y por eso mismo escribimos, como dijo Francisco Bitar en Un accidente controlado: “El escritor escribe un ensayo no para acumular saber sobre un objeto, sino para deshacerse de él; para olvidar, para ir liviano, para que otra idea irrumpa en el lugar de la anterior, que ya ha sido escrita”.
Hasta el día que nos dijeron que a mi mamá le quedaban unos pocos días de vida, yo no había considerado realmente su muerte. Quiero decir, sí, claro que la había considerado, claro que la temía; pero, en el fondo, actuaba como si no estuviera ahí, como si no fuera una posibilidad. Ella también actuaba un poco como si no fuera una posibilidad, o al menos eso nos mostraba a sus hijos. Sólo en nuestro viaje a España, un día que le costó horrores levantarse de la cama y decía que no iba a poder caminar en el aeropuerto para subirse al avión, y lloraba y mi papá gritaba y yo escuchaba todo desde la cocina del departamento, pude palpar que, en realidad, estaban hablando de otra cosa.
Después de su muerte hicimos una fogata, a instancias de mi viejo. Me lo había propuesto el día que mamá murió, pero estoy seguro de que lo venía pensando desde mucho antes; quizá incluso desde el primer diagnóstico. Metió todos los estudios, todas las radiografías, todas las tomografías en una maceta y salimos al garage a prender fuego todo.
—Está quemando despacio –dijo en un momento, y se fue hacia adentro. Yo acerqué las manos al fuego y sentí el calor atravesándome la piel y llegándome hasta el pecho. Me acordé de algo que soñé una vez: el mundo era el corazón de una persona, y cada fogata era un latido.
—Ahora vas a ver la potencia del combustible fósil –dijo de repente mi viejo, que había vuelto con un bidón de alcohol y tiró uno, dos, tres chorros sobre las llamas. El fuego tosió, se expandió y empezó a derretir todo, produciendo un humo espeso, plástico. Las radiografías eran las más atractivas: oscuras, fluorescentes, con una flecha naranja que avanzaba desde la punta.
“Todos los colores del espectro del rojo, desde el magenta al rojo, al naranja, al amarillo, tienen un efecto estimulante, antidepresivo”, asevera Asís, y detalla que el color que debe aplicarse en la oreja del paciente debe contrarrestar la emoción que está atravesando: “Si está deprimido, comenzar con el rojo/naranja; si está excitado, comenzar con azul /índigo”.
El prólogo de su libro consiste en una cita de Ray Rennahan, camarógrafo de Paramount Technicolor: “El color es el compañero más constante, inevitable y omnipresente que usted tendrá en la vida, desde los pañales hasta la mortaja. No puede existir sin el color; toda la vida, toda cosa animada o inanimada lo posee, ya sea que usted lo vea, o tenga o no tenga conciencia de él. Sus horas de vigilia son un desfile de colores que usted advierte pocas veces, pues los hábitos embotan los sentidos”.
–Veía el color de las sábanas, de la madera, de las baldosas. Recordé cómo era la cama, cada una de sus partes. Logré revivir la habitación, la mesita de luz, el velador, el interruptor para prender la luz, que era importante, porque era salvadora. Yo estaba sentado en la cama, tenía unos 6 años, y entonces dilucidé, con un grado de precisión impresionante, que cuando tenía 4 o 5 habían velado a un tío abuelo en nuestra casa, y habían dejado el cajón en mi habitación. Antes se hacían velorios en las casas, era normal. Yo no quería pisar las baldosas donde había estado el cajón, y a la noche tenía mucho miedo. Durante toda mi vida no podía dormir de espaldas, porque me daba la sensación de que había algo atrás mío. Ahí estaba yo, sentado en la cama, y en ese momento mi yo de 40 se metió y lo abrazó al más chiquito, o me abracé, no sé, de una forma muy real. Me contuve, me di fuerzas. Lo único que te puedo decir es que fue muy emocionante. Fue muy real y muy emocionante. No sé en qué dimensión ocurrió eso. Lo que sé es que ocurrió.
[1] Es curioso que los sueños se narren en pretérito imperfecto, como si nunca hubieran terminado, como si siguieran ocurriendo en algún lugar.