Sus rutinas, reglas, personajes y curiosidades subyacen en cada compra que hacemos en la verdulería, aunque pocas veces reparemos en su existencia. Una jornada para conocer el recóndito mundo encerrado en poco más de dos hectáreas sobre avenida Almafuerte. Escribe: Ramiro García (*)
Es difícil definir cuándo comienza un día en el mercado que abastece casi todas las frutas, hortalizas, verduras y legumbres que se consumen en Paraná y buena parte de Entre Ríos. A las dos de la madrugada hay empleados descargando la mercadería que empezará a venderse al alba. El portón de Almafuerte 3634 se abre a las seis y da paso a un tropel de verduleros, que estacionan y corren a buscar precios y calidades. Pero el día anterior algunos ya habían dejado sus camionetas cerca del portón, guardando un lugar en la fila. Vuelven con el amanecer, un rato antes de las seis, cuando la cola de furgones puede extenderse por varias cuadras. Unos minutos de demora pueden significar un negocio de miles de pesos, si otro llega antes.
Los 36 puestos de venta mayorista se ubican en los márgenes norte y sur de las tres naves: grandes galpones de gruesos columnas y muros blancos, con tinglados de casi 10 metros de altura, cuyas fachadas anuncian en pintura azul “Mercado Concentrador Mayorista El Charrúa”. Los productores que venden en forma directa se reparten los 25 pisos en que está dividida la playa de verduras, el corazón de la feria. Son cuadrados de tres metros y medio por cuatro, marcados en el suelo de cemento por líneas amarillas que los años de intenso trajinar han dejado casi imperceptibles. Al caminar el lugar se interponen cajones, se eluden bolsas, se pisan hojas, se esquivan carritos elevadores –sampis–, se escuchan risas, se comentan cosechas, se mascullan costos, se alardean ganancias, se demanda, se oferta, se pacta precio y punto. Negocio.
El mercado mayorista de frutas y hortalizas de Paraná funcionaba hasta hace 40 años en el lugar que hoy ocupa la Terminal de Ómnibus. Mientras, en el predio de Almafuerte al 3600 se faenaban y almacenaban carnes. El frigorífico El Charrúa fue edificado en 1962 con el envión productivista que trajo la construcción del Túnel Subfluvial. Pese al entusiasmo inicial, el frigorífico duró poco. En 1981 reabrió para el comercio vegetal. El gobierno comunal lo gerenció hasta 1994, cuando el entonces intendente Julio Solanas lo dio en concesión. Desde entonces lo administra la Sociedad Anónima El Charrúa, constituida al principio por productores hortícolas, a los que se sumaron después los operadores mayoristas.
“Esto es una cultura, vivís acá adentro“, se enorgullece Humberto Brandolín, presidente de la S.A. “Ves plata para acá, plata para allá. Lo ves y no lo entendés. A veces nosotros no entendemos al Mercado”, confiesa. Hasta que encuentra la síntesis: “somos como un banco, pero el banco vende plata y nosotros fruta”. La comparación financiera tiene sustento. Este mercado tiene otros corredores de bolsas, pero también pizarras, cotizaciones, reglamento y hasta préstamos y créditos, que se negocian directamente y sin mediaciones entre usuarios. “Acá viene uno de la Bolsa y lo pasean, lo dan vuelta”, se jactan en El Charrúa.
Más allá de esas gestiones internas, la gran incógnita para el público es: ¿quiénes y cómo definen los precios? “Es oferta y demanda”, coinciden todas las respuestas y no ofrecen otra regla que desentrañe los saltos de valores.
Las fluctuaciones también son difíciles de digerir para quienes están al frente de las verdulerías y ponen la cara a los reclamos. Beatriz Cian tiene la suya hace tres años en Ramírez Sur. “Es medio especial el rubro. Un día encontrás el cajón de naranjas a 400 pesos, empieza a subir y a la semana pagás el doble. No alcanzás a recuperar la inversión”, afirma. Además, lamenta no tener mucho caudal para comprar y, por lo tanto, negociar con los proveedores. Hoy se lleva del Mercado unos 12 bultos, que pueden ser cajones o bolsas.
Juan Carlos tiene verdulería y despensa en la esquina de Colón y La Rioja. Conoce el Mercado desde 1970 y esboza las tácticas de cada gremio en la disputa por los precios. “Si comprás 100 cajones, podés tener buen precio, pero si comprás 10, el puestero te dice ‘no, los tengo reservados’ y se los guarda” a la espera de una mejor venta, advierte. Entonces los verduleros se organizan. “Nosotros le buscamos la vuelta. Yo te digo: ‘andá, ofrecele cinco mil pesos por esos 10 cajones de tomates’, ‘andá, comprá vos porque aquel no me quiere vender o me cobra caro’. Tenés que venderlo en pocos días pero conviene”, destaca.
Sergio Bevilacqua, horticultor de la zona de quintas del Paracao, aporta la visión de los productores. “Una tormenta, una helada o una manga de piedras puede bajar la cosecha de mil a cien kilos de verdura de hoja. Cuando está barato es porque hay abundancia y no se vende. Cuando vale 100 pesos podés vender 50 cajones por día, y cuando vale 20 pesos no vender ninguno. Un cajón de acelga o lechuga me puede salir 150 pesos de costo y tener que venderlo a 100. O puede valer 500 pesos”, asegura. “No tenés referencia, es una incertidumbre permanente, todos los días, toda la vida”, resume desde el mostrador de madera de su puesto en la playa de verduras.
Si bien no es fácil conciliar sin sobresaltos los intereses y los modos de operadores mayoristas, productores, verduleros y changarines, la convivencia logra su equilibrio. “Tenés que tener paladar, pero es todo manejable”, modera Brandolín, el titular de la administración. “Tuvimos una pelea hace unas semanas. Afuera todos, acá adentro no podés pelear”, grafica. El regente del Charrúa resalta que “hay un reglamento, si no sería un descontrol”, aunque señala como “muy raro que haya peleas. Es esporádico”. Además, el Mercado se fue dotando de cámaras, que han permitido desalentar y detectar robos que antes quedaban impunes.
No obstante, todavía hay quienes no se fían y vigilan la mercancía con sus propios ojos.
Un hombre entra a las naves y sale, cada vez, con distintos bultos, que carga en una camioneta. Minutos después, el dueño de un puesto sale tras él. “Me estás robando”, lo acusa. Tiene la cara tensa detrás de la máscara anti Covid. El incriminado aduce haber comprado todo, pero el vendedor se sube a la camioneta y descarga él mismo el presunto atraco: tres bolsas de calabaza, zapallos y batatas y un cajón de morrones rojos. El hecho convoca una ronda entre el vendedor, el “comprador”, los dos policías del Mercado y Brandolín. Conferencian por unos minutos y se dispersan. El puestero se lleva, recuperado, el colorido botín. “Ya está, reconoció que lo robó”, informa el administrador, que valúa la mercadería sustraída en unos dos mil pesos. Aclara que si el vendedor no denuncia en la comisaría, el asunto queda ahí. ¿Y el ladrón? “Suspendido hasta nuevo aviso”, sentencia.
Por El Charrúa circulan más de 400 personas a diario, entre verduleros, operadores mayoristas, productores frutihortícolas, empleados de los puestos de venta y de la Sociedad Anónima, y changarines. Marcelo Giménez es el delegado del Sindicato de Trabajadores de la Industria del Hielo y Mercados Particulares (Stihmpra) y empleado del puesto 11. “Trabajamos citrus, calabaza, zapallo, y en verano sandía y melones”, se presenta. Considera que el trabajo “es más pesado que duro. Se sufre mucho el calor en verano y el frío en invierno. Pero una vez que le agarrás la mano, sos Gardel”. Un empleado cobra alrededor de 39 mil pesos de sueldo básico. Y Giménez celebra un plus de los obreros del Mercado: “de acá te llevás la verdura y fruta gratis. Uno no tiene en cuenta el gasto que se ahorra”.
A simple vista se observa que El Charrúa es un ámbito donde predominan varones. Pero hay signos de cambio. María del Carmen Lell, segunda generación del comercio mayorista que inició hace 60 años su padre, es una de las primeras mujeres que trabajó en el circuito. “A los 18 años empecé en el Mercado viejo. No había baño de mujeres. Había que ir a la Terminal de las Cinco Esquinas. Las mujeres no entraban, el hombre no las aceptaba. En mi época fue una experiencia riesgosa, pero no lo sentía tanto porque tenía la protección de mi papá”, recuerda. Su hija Soledad Correa, tercera generación del negocio familiar, opina que corren otros tiempos en el Mercado. “Ahora hay muchas verduleras mujeres. En un momento sí representó particularidades, pero ahora no me doy cuenta. De todas formas, yo soy contadora, así que ya vengo de un rubro que es bastante de hombres”, compara.
El final de la jornada en El Charrúa llega cuando muchas otras labores recién están entrando en ritmo, entre las 10 y las 11 de la mañana. Las frutas y verduras fueron despachadas a toda la ciudad y la provincia. Los últimos puesteros en hacer la caja del día cuentan y enfajan recaudaciones. Unos pocos camiones siguen descargando mercadería, que se cotizará y venderá al día siguiente. El desfile de salida corrobora al delegado Giménez: los empleados parten con bolsas de frutas a los pies en la moto o atados de acelga bajo el brazo, como quien lleva un botinero a un partido de fútbol. Los encargados de limpieza barren hojas, cáscaras y tallos a montones, despejan el suelo de cemento del templo hortícola que alguna vez fue frigorífico. Desde avenida Almafuerte llegan los ruidos del tráfico de la media mañana, pero el Mercado ya vivió su ajetreo cuando la ciudad dormía o empezaba a despertar, y descansará mientras Paraná esté en vigilia.
(*) Publicada en El Diario el domingo 15 de noviembre de 2020 en el marco de la convocatoria Paraná en Crónicas, organizada por la Editorial municipal, la Facultad de Ciencias de la Educación, el Sindicato Entrerriano de Trabajadores de Prensa y Comunicación (SETPYC) y El Diario.