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Crónicas

Hay marcianos entre la gente

Raúl Avellaneda es un paranaense nacido y criado, que ha dedicado buena parte de su vida a la investigación de enigmas y fenómenos paranormales. Su interés empezó con los OVNIs y fue ampliándose, para abarcar cuanto misterio se presentara ante su espíritu curioso. El año pasado publicó un libro que recopila las leyendas urbanas de Paraná. En esta nota, algunas de ellas.

 

Una crónica de Rocío Fernández Doval.

 

Es febrero de 1989 y a través de una noticia en la radio, el barrio El Sol deja de ser cualquier otro barrio de Paraná. Al menos, por unos días. En una casa modesta, de una familia creyente que atiende la verdulería instalada al lado; en una de las habitaciones de la casa de fachada regular, hay una virgen de yeso. Una estatua de la madre de Cristo, idéntica a las que pueblan las mesas ratonas, los aparadores de algarrobo y las repisas revestidas de una carpeta tejida a crochet, en miles de casas de este país. Excepto porque esta virgen llora.

Cuando Raúl Avellaneda se entera del suceso, ya hay compañeras de su grupo apostadas en el sitio. Llegan sin identificarse y sondean el barrio: qué opinan de la familia, cuáles son los comentarios que rondan los pasillos como el olor a cebolla rehogada cuando se mete por abajo de la puerta. Una cola de gente espera en la vereda, se abanica con la mano, se turna en la fila para buscar un poco de sombra. Ni bien se hace espacio en la pequeña habitación de la virgen, hay luz verde para que entre alguien más. Alguien que irá derecho a tocar la imagen, empapar un algodón en el receptáculo donde se acumulan las lágrimas, hacer la señal de la cruz o algún pedido especial y emprender la retirada. Mientras tanto, nunca cesará el coro que reza el rosario igual que un zumbido de abejas.

–Tengo que confesarlo: a la imagen de la virgen medio que la levanté, a ver si no le habían puesto algo adentro, algún tubito por el que circulara el agua –dice Raúl Avellaneda.

Entonces, al filo de la década del 90, ya estaba al aire Enigmas, un programa de radio dedicado a los eventos inexplicables. La virgen volvería a llorar agua y sangre en iglesias y casas particulares de todo el mundo. En Victoria se reportarían los primeros avistajes de ovnis en la provincia. En Paraná se sucederían las historias de enanitos, de humanoides, de casas embrujadas. Enigmas se convertiría en un equipo de investigación, un comando listo para llegar al lugar del hecho y hacer preguntas. Después, incluso, en una Asociación Civil,  una biblioteca que llegó a tener más de mil ejemplares entre revistas y libros, y un ciclo de cine-debate en VHS. Raúl Avellaneda, uno de sus integrantes, escribiría un libro sobre esas experiencias más de 30 años después. El primer libro sobre las leyendas urbanas de Paraná.

–Era una familia que había comprado una virgencita de yeso en San Nicolás –sigue Raúl–. Le voy a sacar fotos sin ninguna expectativa y en la cuarta foto empieza a salirle agua del ojo. Y yo, que estaba totalmente escéptico, no tengo mejor idea que decir: ¡Está llorando! Listo, imposible seguir con las fotos, la gente se desesperó.

En el libro, Paraná y sus enigmas. La historia y los misterios de la Ciudad Paisaje (Editorial Fundación La Hendija, 2022), se intenta alguna hipótesis: descartado el fraude o el milagro, queda pensar en la sugestión. El desconocido poder de la mente para alterar la materia.

 

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Es 1974 y todavía no existe esta canción de Andrés Calamaro. Raúl Avellaneda tiene 16 años cuando llega a sus manos, por primera vez, la revista Cuarta Dimensión. Esa revista que dirige Fabio Zerpa, cuyo emblema será, con el transcurrir de los números: La mejor información sobre vida extraterrestre. En sus horas de clase, en La Salle, Raúl Avellaneda suele ser “el pesado que hace preguntas”. Algunos recreos los pasa en la biblioteca, buscando libros. Está desesperado de ganas de leer y de escuchar historias. Y, por el caso, la revista le entrega una dosis excitante sobre misterio, ovnis, avistamientos, conspiraciones para ocultarlos.

Para ese entonces ya es miembro de la reciente Sociedad de Astronomía que se reúne en el Círculo Médico —mucho antes de conseguir una sede en calle Andrés Pazos y de lograr hacer el observatorio actual en Oro Verde. “Ahí me encuentro con el fenómeno OVNI, que era un tema que estaba dando vueltas, que tenía mucho de mito, pero que tenía algo de verdadero”, asegura Raúl.

 

 

Life on Mars?, de Bowie, ya existe. De hecho, la exploración de Marte viene siendo el bastión de la carrera espacial, en pleno contexto de la Guerra Fría. Después de varios intentos, a fines de los 60, los yankees logran que la sonda espacial Mariner 9 entre en la órbita marciana, al mismo tiempo que llegan las sondas soviéticas Mars 2 y Mars 3.

–Hay gente que había participado muy fuerte dentro de la NASA. Entre ellos un francés, que se llama Jacques Vallée, que es como si yo te dijera: uno de los Beatles. Era de la NASA y el tipo se convirtió en uno de los principales investigadores del fenómeno OVNI. Entonces, yo por analogía digo, algo hay.

Vallée es astrofísico, la persona que desarrolla la primera cartografía computarizada de Marte para la NASA. En paralelo, es discípulo de Josef Allen Hynek, asesor científico en investigaciones ufológicas como el mítico Proyecto Blue Book (1952-1969) de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. Terminado el interés yankee por corroborar la seguridad nacional, los dos continúan sus investigaciones por su cuenta durante años y Vallée —que todavía vive— llega a concluir que los objetos voladores no identificados no son de origen extraterrestre sino multidimensional, convirtiéndose en un paria de su propia Extraterrestrial hypothesis.

A todo ésto, internet no existe todavía y Raúl Avellaneda se junta con sus amigos “a tomar mate y divagar” sobre estos temas, en Paraná, a miles de kilómetros del desierto de Sonora –donde transcurre Encuentros cercanos del tercer tipo (1977)– e incluso a unos cuantos de la casa de Fabio Zerpa. Los insumos son la revista Cuarta Dimensión, algunos libros, lo que ven en el cine, lo que se comenta.

Dos cosas pasarán en esos años: en Lucas González, una pequeña localidad entrerriana, un adolescente empezará a experimentar una extraña capacidad de mover algunas cosas sin tocarlas; o al menos eso se dice. Raúl Avellaneda, interesado por el caso, irá a investigar los hechos y tomará unas fotos. Las mandará a Cuarta Dimensión: “La revista me ofrece ser corresponsal y empiezo a seguir algunos casos, si bien esta zona no era de mucho OVNI hasta que surge Victoria”, advierte.

El segundo acontecimiento llegará a fines de los 80: cerca del Parque Gazzano, en “una radio de barrio con huevos de maple en la pared”, cambian la bombilla por el micrófono. Empieza entonces el programa Enigmas, conducido en sus primeros tiempos por Raúl Avellaneda y Jorge Remedi, que se transmitirá durante 20 años en distintas radios. Time, de Pink Floyd, sonará en la artística de presentación.

—A los seis meses estábamos armando con los oyentes un viaje al Uritorco —rememora Raúl, con el orgullo intacto—. La radio no tenía teléfono. Nosotros llegábamos y nos encontrábamos con dibujitos de abducciones, nos dejaban papelitos con mensajes. Al año siguiente, pasamos a radio Capital, que estaba frente a la Casa de Gobierno. Era nuevita, tenía cobertura hasta Santa Fe. De Sacachispas pasamos a Boca.

 

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Una oyente del programa de radio llama para avisar: en el Parque Urquiza, en una zona frecuentada por amantes y noviadores, apareció a la madrugada una criatura con la forma de un hombre y la cara de un perro, muy grande y de andar enloquecido, que pudieron ver tres personas.

El equipo Enigmas inicia la investigación inmediatamente y se encuentra con que el mejor testigo es Pedro, un muchacho que estaba estacionado con su Fiat 128 cerca del monumento a Urquiza, cuando una bestia subió desde la barranca, saltó sobre el capot y sobre el techo del auto y trepó a un árbol hasta perderse de vista. Juan Carlos y Lorena, que estaban en otro auto sobre la calle Melvin Jones, lo vieron subir raudamente la barranca, en dos patas. La descripción es la misma: grande —como de dos metros—, apoyado en las patas traseras, con patas delanteras similares a los brazos humanos, de aspecto lobuno, cubierto de pelos y con una gran habilidad para desplazarse y saltar. La mirada que Pedro vio, antes de que la criatura salte sobre su auto, era penetrante.

“La revisión del auto de Pedro muestra claramente rayones tanto en el capot, como en el techo, donde además se puede apreciar un abollón que lleva a pensar que el ser tiene uñas largas y un considerable peso”, destaca Raúl Avellaneda en su libro.

12 años después de aquel suceso, el viernes 3 de agosto de 2001, tres adolescentes reportan haber visto al lobizón cerca de las 21:30. Dos de las chicas, aterrorizadas, salieron corriendo a los gritos. El tercero, hermano de una de ellas, se quedó paralizado y pudo ver que “el animal (o lo que fuera) daba un salto felino hacia un árbol del lugar, desapareciendo en el aire antes de llegar a las ramas”. Ninguno de los tres testigos admite conocer el caso que había sucedido hacía una década.

El equipo tiene previsto reconstruir el hecho en el lugar y cuenta con un dibujante para que los protagonistas den su descripción, pero la investigación se ve trabada por un inconveniente: los padres de los adolescentes plantean el temor de la exposición pública de sus hijos y deciden dar por terminado el contacto.

Tras compartir el caso en la radio y en el boletín electrónico que envían a sus contactos —es pleno boom del email, a principios de los 2000—, surgen más relatos, muy coincidentes con los investigados, aunque en otros puntos del parque como la Boca del Tigre o el Puente de los Suspiros. La del lobizón que desaparece como un viajero del upside down, es una leyenda urbana muy antigua en Paraná y, cada tanto, “se revitaliza con alguna aparición”, asegura Raúl Avellaneda.

 

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Entre 1997 y 1998, Cartoon Network emitió una serie de dibujitos canadiense que empezaba y terminaba con este mensaje del narrador: “Esta es una historia real, le pasó al amigo de un amigo”. Hete aquí la premisa fundamental de una leyenda urbana: los protagonistas del relato deben ser familiares o conocidos de alguna persona cercana a quien la narra, por eso en inglés se las conoce bajo el acrónimo FOAFT —friend of a friend tale— que significa historias del amigo de un amigo.

Los estudios folklóricos contemporáneos se empezaron a dedicar a las leyendas urbanas hace algunos años. En Argentina, la folklorista Martha Blanche compiló en Folklore urbano: vigencia de la leyenda y los relatos tradicionales un artículo de Rodolfo Florio, donde el investigador analiza algunas versiones de una leyenda difundida entre adolescentes, conocida internacionalmente como “The Vanishing Hitchkiker”, que a falta de un nombre que la identifique en castellano, denomina “El encuentro con la joven muerta”. Son doce relatos recogidos en Buenos Aires durante 1988 entre jóvenes de 14 a 20 años —cabe agregar, en una época pre-internet y pura oralidad.

La historia es la mega-archi conocida: chico conoce a chica hermosa en una fiesta y la pasan increíble. Cuando la acompaña a su casa, ella tiene frío, él le presta su campera y al despedirse, chica olvida devolvérsela. Al otro día, con la excusa de recuperar la campera, chico va a buscarla a su casa y los padres lo atienden con la noticia de que su hija está muerta desde hace varios años. Chico, sin poder creerlo, va al cementerio y encuentra su tumba.

Las características estilísticas de este tipo de leyendas están bien catalogadas:  individualización de los personajes intervinientes (le pasó a un amigo de Alberto, mi amigo), localización del hecho (el lugar se llama Qué Tal, está en Ezpeleta y hay un cementerio enfrente) o tratar de presentar la historia como verdadera.

El abordaje de Florio es que la leyenda urbana permite el alivio de las tensiones individuales y grupales y, por lo tanto, cualquier grupo social enfrentado a una situación emocional de ansiedad es proclive a generar leyendas y hacerlas circular en su seno. En este sentido, esta leyenda particular actúa como válvula de escape, al avalar el apoyo y la seguridad que las adolescencias encuentran entre sus pares (lo conocido es seguro, lo desconocido es peligroso). Pero por otro lado, acentúa la angustia que generaría en la realidad un encuentro de esa índole. “Esto ratifica lo que sostiene Patrick Mullen (1972), para quien la leyenda al mismo tiempo que alivia las tensiones, las retroalimenta”, escribe.

Hacia el final del artículo, Florio hace un cruce con el psicoanálisis y la resolución del conflicto de Edipo a través de este tipo de historias. No le vamos a pedir tanto a esta simple nota. Pero, en resumen, este tipo de estudios deja servido algo: nuestras leyendas urbanas —más allá de la etapa adolescente— hablan muy clarito sobre nuestras ansiedades.

 

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Si hablamos de la leyenda urbana por excelencia en Paraná, hay una imposible de eludir, que no tiene el condimento de las apariciones pero despierta fascinación y belicosidad.

Tres comisiones municipales se crearon, en distintas gestiones, para investigar la presunta existencia de túneles que cruzan la ciudad. Es 2004 cuando se conforma la última, durante la intendencia de Julio Solanas. El Centro de Estudios e Investigaciones Enigmas organiza, en paralelo, un ciclo de conferencias que titula Develando los grandes misterios. Médicos, historiadores, parapsicólogos y religiosos se reúnen en el auditorio de la Biblioteca Popular a debatir sobre las historias más inexplicables. En la conferencia Los misteriosos túneles de Paraná, Enigmas citó, como en un ring de boxeo, a dos exponentes antagónicos: el historiador Walter Musich y el mismísimo creador de la hipótesis de los túneles, Miguel Ángel Mernes.

—No puedo hablar de Miguel —advierte Raúl—, primero porque no está para defenderse y segundo, porque era mi amigo. Pero yo creo que donde está, se está matando de risa de nosotros.

Mernes aseguraba que durante el derrocamiento de Perón, en 1955, mientras era soldado conscripto, formó parte de un grupo militar que preveía llegar desde Los Cuarteles, en avenida Ejército, al Comando de la II Brigada Blindada, en calle 25 de mayo. Eso significa atravesar la ciudad y, según Mernes, lo hicieron por debajo de la tierra en un túnel antiguo, tapizado de algunos esqueletos y alacranes, pero sin completar la misión, porque a la altura de la plaza Sáenz Peña se detuvieron. “Cuenta, además, el protagonista que al regresar de la frustrada misión, fueron reunidos por un superior y conminados a mantener silencio sobre la experiencia a riesgo de sufrir represalias”, agrega Rául Avellaneda en su libro.

El protagonista rompió el silencio 30 años después y desde entonces fue ganando cada vez más adeptos a la teoría, tanto, que la idea de que en Paraná hay túneles por toda la traza urbana parece una verdad de perogrullo en cualquier charla de mate.

—Después de todos esos años se anima a contarlo. Y ahí surge el mito más grande de Paraná, que realmente no tiene explicación.

A diferencia de las dos primeras comisiones, la tercera convocó a un investigador del CONICET, “un tipo que era el sumun de lo que se llama Arqueología Urbana”, afirma Raúl. Se trata de Daniel Schávelzon, autor de numerosos estudios, docente y fundador del Centro de Arqueología Urbana de la FADU-UBA.

“En Argentina, una de las ciudades que más ha difundido la existencia de construcciones subterráneas ha sido Paraná, e incluso es quizás la que más ha invertido materialmente en su recuperación y uso turístico”, escribe Schávelzon en Los frustrados túneles de Paraná: Identidad, Memoria y Arqueología Vertical. Mernes argumentaba que los túneles habían sido construidos por los jesuitas, siguiendo la postura de Héctor Greslebin como explicación a los túneles de Buenos Aires.

—Para una historia, 200 años no es historia. En ese tiempo no podemos esconder la historia, no la podemos cambiar. Entonces ante la pregunta de para qué los túneles, quiénes y para qué los habían hecho, él [Mernes] recurrió a que los habían hecho los jesuitas. Los jesuitas fueron expulsados de América en 1760. Juan de Garay les había dado acá en Paraná las tierras que actualmente son de la escuela Moreno. Lo único que hacían acá era sacar piedra calcárea que comercializaban entre las reducciones. Pero yo trato de manejar más o menos las fechas y en 1730 empieza a surgir Paraná, en lo que hoy es Bajada, la primera capillita. ¿Qué tenían que hacer los jesuitas haciendo túneles en El Brete? Cuando empiezo a investigar me doy cuenta de que no hay túneles, lamentablemente —enfatiza Raúl Avellaneda, realmente lamentándolo.

Schávelzon remarca que en muchas ciudades de América Latina hubo sótanos de todos los tamaños, aljibes con sus cisternas, pozos de agua y que mientras en algunas ciudades esos vestigios no son más que lo que fueron, en otras se han convertido en “misterios insondables que dieron lugar a leyendas y literaturas de todo tipo”.

Al avanzar el artículo pierde la paciencia y se pone lapidario: “La ciudad tiene muchas obras de este tipo dignas de ser excavadas, preservadas y mostradas. Por ejemplo, largos túneles como el de Coceramic, posiblemente construido hacia 1875-1885, aljibes y cisternas, hornos en laderas usados para producir cal sobre la barranca del río y tantas otras cosas. Pero para que se logre eso es necesario que se acaben los artículos en donde se dice que en: «en un túnel (se encontraron) esqueletos humanos y cacharros de cerámica -urnas funerarias- con restos humanos en el interior, en posición fetal» (Mernes 1991:8)”.

—El tema túneles es espectacular y el informe de Schávelzon es contundente. Lamentablemente no hay más de 100 metros de túnel —vuelve a lamentarse Raúl—. 100 metros de un pasadizo que va desde el correo hasta la escuela Normal, que es de la época de la Confederación. La casa de Urquiza era donde está el correo: pasaba por la Catedral, el colegio del Huerto que era el Senado y de ahí cruzaba en diagonal a la escuela Normal, que era la Casa de Gobierno. Cuando hicieron la ampliación de calle 25 de mayo se encontraron con ese pasadizo.

Miguel Ángel Mernes murió en el 2008. Julio Ruberto es una de las personas que tomó el guante de la hipótesis. Como en la búsqueda de luces en el cielo, hay quienes no se resignan a seguir buscando huellas subterráneas de un pasado escondido, clasificado cual archivo ovni, aparentemente tan escondido como los más de veinte arroyos que surcan Paraná.

 

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El mismo 2004 en que se formaba la comisión de los túneles —cuya investigación no pasó a la segunda etapa, porque los resultados de la primera desilusionaron a las autoridades municipales—, llega a Paraná el equipo del “viejo y perdido” Canal Infinito. El motivo: filmar un capítulo del programa Guía Paranormal en el cementerio, junto al grupo Enigmas. El caso es la aparición de “una mujer vestida de negro que deambula con una rosa en la mano llorando lastimeramente” y atraviesa la pared de un antiguo panteón. Quizás una adaptación vernácula de La Llorona.

A partir de la grabación del programa, dos oyentes de la radio cuentan sus historias con los gurises o los rusitos —como les llaman—, una nena y un nene que corren a las risotadas en algunos pasillos. Haga frío o calor, están siempre vestidos iguales, de jumper ella y él camisa a cuadrillé con tiradores. Y a pesar de su pelo muy rubio, tienen los ojos negros y la mirada fija. (Entre paréntesis: todo lo cual resulta bastante más terrorífico que la señora de la rosa y sería una versión entrerriana-de-las-aldeas de las gemelas de El resplandor).

Sin embargo, si es por leyendas urbanas que den miedo, el libro de Raúl Avellaneda da cuenta, además, de una caso del 2010 que hasta hoy circula en hilos de Twitter: El fantasma de la línea 20.

Es un lunes de mayo, cerca de las 10 de la noche. El chofer del interno 39 de la línea 20 está llegando al final del recorrido, sobre la avenida Newbery. No queda nadie en el colectivo, entonces, apaga las luces del pasillo para indicar que está fuera de servicio. Un pasajero habitual le hace señas y sube a charlar unas cuadritas, de parado. A los pocos metros una mujer levanta el brazo para pedir subir, pero el chofer se niega con el gesto y sigue su ruta. De pronto, desde el fondo del colectivo, la misma mujer empieza a atravesar el pasillo, con una bolsa en la mano.

“Una mujer rubia con el pelo desgreñado, joven, de piel opaca y la cara como carcomida en avanzado estado de putrefacción”: así la descripción del conductor, según Paraná y sus enigmas. Cuando llega junto a ellos, abre la bolsa y les muestra una cabeza humana, “presumiblemente de hombre”, al mismo tiempo que les pregunta dónde es el final del recorrido porque debe transbordar a otro colectivo.

“El vehículo se detuvo y la puerta se abrió sin que el chofer accionara la palanca, mientras la extraña aparición bajó del colectivo sin mediar palabras y se perdió en las sombras, en el cruce de Avenida Jorge Newbery y la Ruta 12, lugar cercano al acceso a los dos camposantos de San Benito: el más antiguo, el parroquial habilitado en 1887 y el moderno cementerio jardín”, completa la narración.

 

 

Pero el relato de los hechos no termina ahí. Los testigos y protagonistas pidieron relevamiento a la empresa. “Al llegar dos personas en un vehículo de auxilio, encontraron a los dos hombres descompuestos, mientras que en el vehículo el timbre no dejaba de sonar, las puertas se abrían y cerraban azotándose, el GPS se había apagado y las luces se prendían y apagaban sin cesar”. Para que el timbre deje de sonar, debieron arrancar los cables de la conexión eléctrica, aunque una de las versiones niega que se haya silenciado.

La empresa de colectivos Mariano Moreno hace un comunicado oficial a los pocos días, porque el revuelo paranaense es total. Aseguran que el chofer fue atendido por un psiquiatra, que los fenómenos no volvieron a repetirse y que el coche fue revisado y se encuentra en servicio. El acompañante, mientras tanto, sale en vivo en un programa de la tele. Pero al conductor, asegura Raúl, le costará bastante tiempo volver a conciliar el sueño y subirse otra vez a manejar.

—Tanto los escépticos como los creyentes, están en lugares que no se pueden sostener —sopesa mi entrevistado hacia el final de la charla. Lo dice por el fenómeno OVNI, lo dice por cualquier fenómeno que, llevada la investigación hasta sus límites, sigue sin obtener una explicación. Su método ha sido empírico: ir a los lugares de los hechos, hablar con testigos y protagonistas siguiendo protocolos de entrevistas, fotografiar, analizar materiales fotográficos y fílmicos con conocimiento de los efectos ópticos y de la luz. Según consta en su libro, convocar a profesionales de la ciencia tradicional, pero también de las pseudociencias. Y esperar que la física cuántica dé algunas respuestas, además de las explicaciones que intenta la parapsicología.

En 2020, el Ministerio de Defensa desclasificó por primera vez documentos sobre OVNIs en el país. Para ese momento Raúl Avellaneda ya no estaba en la Comisión de Estudios del Fenómeno Ovni en la República Argentina (CEFORA). Se retiró de la investigación paranormal hace unos años, duda y arriesga que en 2016. Se jubiló hace poco en el Banco de Entre Ríos, trabajo que tuvo la mayor parte de su vida, por fuera de la actividad investigativa y de difusión. En pandemia se dedicó a ordenar los papeles que tenía y a maquetar el libro que, finalmente, salió el año pasado y se agotó casi enseguida. Ahora acaba de publicar una compilación de artículos sobre historia de Paraná, pero sin el componente del enigma.

—Hay un grado de inconsciencia y de adrenalina en este tipo de investigación. Entendí que si es verdad que hay otro plano y si es verdad que están ahí, mejor no nos metamos. No hay que abrir puertas que uno no sabe cómo cerrar —sentencia.

Hubo una noche que Raúl Avellaneda la pasó mal y tuvo miedo. Todo lo que podía pasar con una presencia desatada, pasó y lo cuenta con detalles. Pero los hechos de esa noche no caben en esta nota sobre leyendas urbanas de Paraná. Esa noche interminable fue en Santa Fe, del otro lado del charco.